Los deberes, como la escuela del pasado, se resisten a desaparecer

Cuando en la primavera de 2015 veía la luz la versión catalana de este libro, no imaginaba que nacía para zambullirse en una controversia renovada. Lo escribí pensando en aprovechar la tensión familiar por culpa de los deberes, para aportar algo de sensatez y provocación al imprescindible debate sobre la escuela que necesitamos hoy, algo que padres y madres solemos dejar a un lado. No esperaba mucha guerra, pero, al menos en los medios de comunicación, han sido meses de una discusión imprevista (de la cual me alegro), en los que con frecuencia el árbol de los deberes ocultaba la escuela de la que yo quería hablar.

Entre los sucesos mediáticos de entonces, me gustaría destacar tres. Justo cuando llegó a las librerías, la OCDE hizo público uno de sus informes educativos según el cual España es uno de los países con más deberes. Señalaba, además, que los deberes agravaban las desigualdades sociales y las diferencias de resultados escolares, al hacer depender parte del éxito escolar  de que dispongan de ayuda familiar positiva. Ante esos datos, algunas de las primeras reacciones con las que tuve que lidiar fueron las de familias «buenas» y los colegios «buenos» que acusaban a los «antideberes» de negarles el derecho a tenerlos. Al parecer, existe un sector significativo de las escuelas y las familias que consideran los deberes de siempre un buen indicador de calidad. Todavía recuerdo que el conductor de un programa de radio de gran audiencia me dijo que los deberes habían sido una tortura en su historia escolar, pero que, gracias a ellos, había llegado a ser un periodista importante.

Cuando se acababa el curso, comenzó a tener gran impacto —aún lo tiene— el video «Los deberes justos» (El experimento sobre los horarios laborales), impulsado por una madre, Eva Bailén, que refleja que la vida de un escolar puede llegar a no diferir demasiado de la de un alto ejecutivo explotado por su empresa. Cuando lo comenté, más de uno me contestó tachándolo de exageración demagógica. Creo que al menos ha servido para recordar que es muy posible que nuestras propuestas de aprendizaje estén dejando a los hijos sin infancia. Habíamos olvidado que los ciudadanos niños y niñas tienen sus tiempos y sus necesidades, diferentes de nuestras imposiciones y nuestros ritmos de vida.

Con el verano llegó otra experiencia viral. El profesor italiano Cesare Catá propuso a sus alumnos como deberes de verano mirar el mar, pasear, utilizar las palabras aprendidas en el curso, leer, escribir un diario, bailar a la salida del sol, ir al cine, soñar… También hube de responder a quien lo consideraba una propuesta cursi trasnochada o una poética de la educación para la tontería, pero sirvió para recordar que solo se aprende después de haber sentido el deseo de saber, que aprender tiene que ver también con soñar o con descubrir la felicidad y que los deberes no pueden ser otra cosa que propuestas para que la vida sea aprendizaje y el aprendizaje tenga que ver con la vida.

Espero que esta nueva versión (en la que he corregido errores y he ajustado matices del primer texto) siga sirviendo para alimentar el debate sobre la educación, la escuela, los padres y las madres y… los deberes.

Prólogo del libro “HARTOS DE LOS DEBERES DE NUESTROS HIJOS”. A punto de llegar a las librerías.

 

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